jueves, 20 de diciembre de 2012

La advertencia

Alfonso Guerra González, hombre de pensamiento y formación marcadamente humanistas tiene por costumbre felicitar las fiestas navideñas con textos que ilustran lo que acontece y/o puede acontecer en cada momento. Este año lo hace con La advertencia, una breve carta del filósofo alemán Johann Gottfried von Herder en la que alerta de algunos peligros que, desgraciadamente, vuelven a estar de actualidad. Pareciera que estamos condenados a cometer los mismos errores de forma cíclica. Como si estuviesen insertos en nuestro adn.

Por su interés, actualidad y brevedad me permito compartir el texto. Ojalá algún día, definitivamente, apartemos ese terrible error de consecuencias tan graves, y lo desterremos al recuerdo (que no al olvido) para que nunca jamás vuelva a repetirse.

La advertencia (Johann Gottfried von Herder)



Por desgracia, sabemos que en el mundo hay pocas cosas más contagiosas que la locura. Debemos investigar la verdad laboriosamente y mediante razones, pero aceptamos la locura sin apenas percatarnos y solo por imitación, o por efecto de la sociabilidad, cuando convivimos con un loco y participamos de buena fe en la parte cuerda de sus ideas.

La locura se contagia igual que el bostezo, de la misma manera que los rasgos físicos o los estados de ánimo pasan de unos a otros, como una cuerda responde y corresponde a otra armónicamente. Si añadimos a esto el cuidadoso esfuerzo que lleva a cabo el loco para confiarnos sus opiniones predilectas como si se tratara de un tesoro, y si encima el loco sabe comportarse educadamente, ¿quién no compartirá con toda inocencia la locura de un amigo simplemente por complacerle y luego aceptará y transmitirá a otros esa creencia?

Los seres humanos vivimos unidos gracias a nuestra buena fe y gracias a ella hemos aprendido, si no todo lo que sabemos, sí lo más provechoso. Además, ¿no suele decirse que los locos no mienten? La locura, en tanto que es locura, necesita participar en sociedad; la locura se crece en sociedad dado que en sí misma no tiene ni base ni certeza. Para alcanzar sus propósitos se sirve hasta de la peor de las sociedades.

La locura nacional es todavía más terrible. Lo que ha echado raíces en una nación, lo que un pueblo aprecia y reconoce, ¿cómo no va a ser verdadero? ¿Quién podría dudarlo? El lenguaje, las leyes, la educación, la manera cotidiana de vivir, todo lo consolida e insiste en lo mismo. Aquel que no comparta la locura nacional es un idiota, un enemigo, un hereje, un extranjero. Si además, como suele suceder, esa locura es cómoda o beneficiosa para grupos sociales concretos, muy especialmente los más distinguidos, o incluso beneficiosa para todos (según suele decir la locura misma), si la han cantado los poetas y la han publicado los filósofos, y en fin, si la opinión popular proclama que justamente esa locura es la gloria total de la nación, ¿quién les llevaría la contraria? ¿Quién no optaría, aunque solo fuera por cortesía, por sumarse a ella?

Incluso las dudas que podría provocar una locura contraria no hacen sino consolidar la ya aceptada, pues los caracteres de los pueblos, las sectas, los estamentos y las gentes chocan unos con otros y por eso las personas buscan un acuerdo común. De este modo la locura se convierte en el auténtico escudo nacional, así como en blasón estamental o estandarte gremial, según los casos.

En verdad que es terrible cómo se aferra la locura a las palabras tan pronto como queda impresa en ellas con toda su fuerza. Un reputado jurista llegó a decir que hay un conjunto de imágenes dañinas unido a la palabra “sangre”: “limpieza de sangre”, “justicia de sangre”, “sed de sangre”... A las palabras “herencia”, “posesión”, “propiedad” les sucede lo mismo. Palabras y signos que no tenían en sí ningún significado fueron adoptados por los partidos políticos y con una locura contagiosa trastornaron mentes, destruyeron amistades y familias, asesinaron personas y arrasaron países y naciones. La historia está llena de esos nombres demoníacos y podríamos escribir con ellos un diccionario de la locura que daría cuenta de los más veloces cambios y los más drásticos contrastes.

sábado, 15 de diciembre de 2012

Hablar es (o debería ser) más fácil



Tendemos con demasiada frecuencia a inventar palabras y usar giros expresivos hasta adoptar jergas que nos distingan como gremio, clase social o grupo. Así la jerga (algunos prefieren hablar de lenguaje para darle más enjundia) jurídica, médica…, periodística, política… Ahí nos sentimos como “peces en el agua.” Es nuestro círculo. Allí donde no puede entrar cualquiera. Donde las invitaciones se reparten con “cuenta gotas” a unos pocos elegidos que “comprenden y aceptan.”

 Esto, en mi opinión, es una costumbre excluyente. Válida quizá (que nunca justificable) para tiempos pretéritos en los que el conocimiento era “exclusivo” y compartido por unos pocos; pero de corto recorrido o al menos dudoso en momentos de transferencia vertiginosa de conocimiento al alcance de un click. No hay nada más estúpido en comunicación, salvo que solo pretendas comunicarte contigo mismo y poco más, que utilizar códigos enrevesados y de dudosa interpretación. Esa manía de esconder las palabras en las “palabras” no consigue otra cosa que separar en lugar de unir. Que sospechar en lugar de creer. Es un estar siempre a la defensiva defendiéndonos de algo o de alguien que damos por sentado que nos va a arrebatar aquello que consideramos propio.

 Esta actitud en la mayoría de las ocasiones es, también, una debilidad y, sobre todo, una muestra de desconfianza e inseguridad en nuestras destrezas y capacitaciones. Las palabras las hicimos para entendernos, para conversar, para conocer y para interpretar la realidad (y la ficción). Con esta costumbre extendida hace ya mucho tiempo que la frase “no me entiendes” la entendemos perfectamente: significa “no quiero que me entiendas”. Si ese es el fin último, si no queremos o no nos interesa hacernos entender, es una pobre excusa, hoy, utilizar el “no me entiendes” de forma, incluso, despectiva. Sobre todo cuando el “no me entiendes” o “no me has entendido” oculta y conlleva “otras intenciones”.

¿Os acordáis cuando de pequeños anteponíamos “chi” a cada sílaba de cada palabra para que no supiesen los de la otra calle de qué estábamos hablando? ¡Claro que ellos también hacían lo mismo!

Chipu chies chie chiso. No sé si me explico.